No Espero, Sólo Estoy; Aunque Espero No Estar Solo.
- Aquilino Rizoma
- Sep 7, 2018
- 4 min read
Compartir con feministas y transfeministas y estudiar y escuchar a feministas y transfeministas me llevó a muchas experimentaciones identitarias y a una certeza social. En esta sección, este aullido del macho fallido, se basa en esa certeza, y las dudas quedan para la sección con la que alterna los viernes–la de Identidades–.

La certeza tiene que ver con la espera, y tuvo un traspaso que en su formato previamente deglutido es así: Un hombre tiene que hablar sobre las consecuencias del machismo en él. Así que me envestí en mi ficción política de biovarón/cishombre y dije: ¡A la carga, caballero!, pensando en incentivar a que el hombre dejara de hablar del machismo y sus consecuencias en temas que son experienciados por mujeres o personas que no se identifican con el binomio establecido y que empezara a hablar de hombre a hombre, sobre el machismo y sus consecuencias en el hombre.
En algún momento me atuve a la estrategia de escuchar, esperar y preguntar. Hasta que eventualmente me desesperé, pero no porque quisiera sobrehablar o dejar de escuchar a feministas y transfeministas, sino porque me generaba ruido el ruido que hablaban los demás hombres. Más que ruido me generaba rabia, una rabia distinta a la que veía en mis amistades no hombres, era una rabia conocida de toda la vida, esa misma que me abordaba en mi infancia, en mi adolescencia y en todas las instancias en las cuales veía que un hombre salía airoso de una situación al imponer el machismo por sobre otras personas.
Crecí con rabia a la existencia de la diferencia basada en los privilegios. Detesté desde siempre esa deformidad social y vincular. Me dolían mis amistades violentadas. Me dolía la violencia ejercida sobre mí. Me dolía violentarme a mí mismo como escudo de protección social. Me dolía desde adentro, no pudiendo hacer sentido, ni sentida, esa violencia a la que me forzaba, siempre peleándome con la figura de hombre que mi padre me demandaba ser, y que podía ver tan fácilmente encarnada por esos prototípicos «compañeros de escuela» –no amistedes– que siempre consideré como un asco y una aberración social.
Pero la resistencia sede en algunos aspectos. Cuando la gente disfruta golosamente de sus beneficios, por más de que ese disfrute parecía mal a la luz de mi ética personal, que siempre fue muy fuerte y muy clara, tan clara que la sentía en mi estómago, en mis ojos, en mis testículos y en mis manos, todas partes de mi cuerpo que se tensaban y se despersonalizaban de mí cuando veía la maldad social siendo encarnada, decía, por más de que esa sensación me ha guiado siempre, llegaba un momento en el que me preguntaba si no estaría mal mi intuición, y era al ver a esos hombres disfrutando golosamente de sus beneficios, como caimanes recién comidos, echados en un sofá, jugando dominó, recibiendo tratos suaves y en cierto punto desesperados de amigas mías, o recibiendo la idolatría de otros hombres que no se parecían a ellos, que no eran desagradables y futuros criminales como ellos, pero que anhelaban poder ser «más hombres», más machos; en esos momentos yo me cuestionaba mi ética personal, y a veces la mandaba a la mierda.

Cada vez que mandé la ética personal al carajo es una cicatriz de hoy. Una cicatriz emocional de autoviolencia. Y toda cicatriz emocional eventualmente surge en forma de síntoma en la corporalidad, como mis quistes testiculares que tienen arraigo en el negar mi biomasculinidad por sentir que ser hombre y ser macho eran un vis-á-vis ineludible. Por pensar que encarnar esta corporalidad en este tiempo social implicaba todo lo que me habían hecho creer que debía implicar. Ni si quiera un buen hombre me parecía un buen hombre. Al haber roto mi propia ética, escuchar decir que yo era un buen muchacho, y que sería un buen hombre, me resultaba extremadamente dolorosa, me generaba ansiedad. Hoy, sabiendo de lo que somos capaces los hombres, de lo que son capaces muchos hombres de forma impune, pienso en lo extremadamente genuinas que eran mis reprimendas personales, y en lo insignificantes que debieron haber parecido para el cura con el que me confesaba pseudo-obligatoriamente en el colegio salesiano que me crió.
Pero estoy acá para decirme y decirnos que eso que parece insignificante no lo es, de hecho es extremadamente importante, porque así como dicen que en los detalles se esconde el diablo, para mí en los hechos que parecen insignificantes se encuentra inscrita y habilitada la violencia machista más evidente y abominable.
Mi intención ha sido sostener la escucha y el apoyo a espacios feministas y transfeministas, y generar espacios donde los hombres aprendamos a escuchar, a dialogar, ejercicio para el que se necesita enseñarnos y aprender en conjunto a romper el machismo presente en nuestras conversaciones, en nuestra manera de comunicarnos en esta sociedad. Así que mi decisión fue la de no quedarme sentado en espacios feministas y transfeministas esperando a que aparecieran otros hombres que escucharan, que dejaran de hablar, porque los hombres de esos espacios, la verdad, eran un poco distintos, pero eran insignificantemente distintos. Entonces empecé a crear espacios virtuales y reales buscando generar encuentros entre hombres para hablar de las afecciones del machismo, para hablar del momento histórico, para escuchar y compartir lecturas y charlas y conocimientos feministas y transfeministas, espacios donde destruir la palabra perversa que aprende a hablar un discurso para meterse adentro de los espacios seguros y volver a replicar la violencia.
A tres años de haber tomado esa iniciativa, ¿cómo me ha ido? Quizá se imaginen la respuesta, quizá no. Me ha ido desesperanzadoramente mal. Es una de las experiencias más solitarias en las que me he embarcado. Tanto que cuando necesito compañía en estos temas vuelvo siempre a esas figuras conocidas o desconocidas feministas y transfeministas para descansar un rato sintiendo la compañía humana, cargando energías para no quemar estos intentos y olvidarme de ellos. La verdad, ya dejé de intentar generar espacios de encuentros entre hombres, tanto virtuales como reales, porque hace tiempo Paul Preciado me llevó a decir una frase de cabecera: «con esperanza y sin espera». De ahí llego a «El Aullido del Macho Fallido», un lugar donde no espero, sólo estoy.
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